Castro Laboreiro: el lento respirar de la historia

En esta mañana de claridad inaugural, aquí arriba, entre las ruinas del castillo, sentimos en el susurro del viento el lento respirar de la historia. Con los ojos aún temblorosos por el asombro, nos damos cuenta de que este no es solo un lugar para ver, sino también para escuchar.
La historia palpita bajo nuestras manos cuando tocamos las piedras que componen lo que queda de la fortaleza, erigida en este lugar improbable en los albores de la fundación de la nacionalidad y reforzada a lo largo de los siglos siguientes. Su ubicación extrema, en plena sierra y junto a la frontera, no fue casual: fue una elección estratégica y una afirmación de permanencia.

En esta tierra montañosa y fronteriza, todo el paisaje rezuma memoria. Desde los abundantes monumentos megalíticos, testimonios de una ocupación muy antigua, hasta los vestigios romanos y románicos que marcan la continuidad del asentamiento, todo converge en una profunda relación entre el hombre y el territorio. Incluso el granito, moldeado por la erosión y el tiempo, adquiere formas casi escultóricas, como si la propia geología participara en la narración.

Entre piedras y caminos, también sobreviven los recuerdos de una cultura singular. Las historias de contrabando atraviesan generaciones, al igual que las vidas moldeadas por la trashumancia entre pastos de verano e invierno, una ingeniosa forma de adaptación a la dureza del clima serrano. También queda el recuerdo inesperado de la fábrica de chocolate, hoy desaparecida, pero reveladora de una perspicacia económica y un espíritu emprendedor poco comunes en geografías aparentemente aisladas.

Y está el perro de Castro Laboreiro, corpulento, vigilante y sorprendentemente dócil, símbolo vivo de una relación ancestral entre las personas, los rebaños y la montaña.
Hay tanto que ver y escuchar cuando caminas despacio y miras con atención. Cuando escuchas el silencio, reconoces la aspereza de la piedra o saboreas un plato que remite a la tradición serrana, hecho de sabores francos y recuerdos compartidos.

Castro Laboreiro no se atraviesa: se vive. Es un lugar que llena el corazón por completo, a medida que enseña, sin prisas, a escuchar el tiempo.

Carlos Afonso

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