Caminar en la naturaleza es desconectar. Es poner un pie delante del otro y avanzar… despacio.
Es responder a un impulso ancestral, a una pulsión nómada inscrita en los albores de la humanidad — una emoción tan misteriosa como mágica. Caminar a paso lento es devorar el paisaje con la mirada hasta que los ojos se desbordan de emoción. Es detenerse aquí y allá para observar detalles que el movimiento constante no permite fijar.

Es olvidarse de uno mismo y convertirse en una partícula sin conciencia en la vastedad inabarcable del cosmos. O, por el contrario, salir de uno mismo y enfrentarse a la propia existencia y a sus múltiples dilemas.

Caminar de este modo permite pensar de forma libre, serena y despejada, dejando que los pensamientos fluyan sueltos y sin obstáculos. Solo entonces es posible organizarlos con coherencia y sentido — algo difícil de lograr bajo la presión, la tensión y las exigencias del día a día.

También implica disciplinar la inclinación a la conversación, para que la multiplicidad de sonidos de la naturaleza emerja e interactúe con nosotros. Es mantener el olfato despierto, dejarse inundar por aromas y fragancias a las que normalmente no estamos expuestos. Es tocar piedras, arbustos y troncos de árboles. Es sentirse una pluma flotando en la levedad del aire.

Caminar sin prisa ni destino puede ser una experiencia de éxtasis o trascendencia. O simplemente una suave brisa de felicidad. Sea lo que sea, es sin duda una terapia esencial para quienes viven sometidos diariamente al ritmo frenético de las ciudades contemporáneas.
