La extraña belleza de las pequeñas cosas


Lo mejor es lanzarse al texto de manera abrupta, al primer impacto cuando se llega al punto de partida de esta ruta. Y lo que ocurre, en un magnífico día de verano como éste, es un torrente de puro asombro: las montañas recortadas sobre el cielo despejado, los velos  de sombras que crecen en la distancia, la brisa fresca y fragante, el silencio imperial... 

Y luego viene el impulso de empezar a andar, el impulso primitivo de poner un pie tras otro y avanzar, avanzar... Y así se va, primero eléctrica e impulsivamente, para luego frenarse y continuar a paso lento.
En un lugar como éste, ir más despacio es la forma más inteligente de caminar. Y es una buena idea detenerse aquí y allá para dejar que tu mirada recorra el lugar con la minuciosidad de un bisturí.

Pero demos un paso atrás, porque falta el escenario: estamos en lo alto del Alto Minho, en  Castro Laboreiro.
Volvemos al sendero, donde las pisadas resuenan discretamente y las conversaciones son mínimas, para permitir la necesaria sincronización de los sentidos. Y poco a poco nos integramos en el paisaje, diluyéndolo en el, completamente abrumados por la misteriosa belleza del granito, un atisbo puro y perfecto de eternidad. Esto es lo que cuenta aquí, todo lo demás es superfluo.

Al final, de vuelta al punto de partida, volvimos a dibujar la distancia de la ruta en el horizonte y tuvimos la sensación de haber atravesado una cámara de suspensión temporal, porque no nos habíamos dado cuenta del paso de las horas.
Y mientras eso, sentados bajo el cálido sol de la tarde,  volveríamos a visitar las imágenes grabadas en los recovecos de nuestra memoria. Y suspirábamos ante la extraña belleza de las cosas pequeñas.

Carlos Afonso

Carlos Afonso.

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